Discriminación, lo que nunca pasa de moda
Por: Erika Pérez / periodista
Pese a la antigüedad de la misma, una palabra que está muy en boga en la República Dominicana es “discriminación”; la cual se entiende como el trato diferente y perjudicial que se da a una persona o colectividad por motivos de raza, sexo, ideas políticas, religión, etc. Todo esto, producto de una serie de protestas que ha venido realizando la comunidad LGBTIQ+ en el país, luego de que la Cámara de Diputados aprobara el proyecto de Ley del Código Penal que no penaliza la discriminación por orientación sexual, entre otras cosas.
La esclavitud del pueblo africano por su color de piel; restringirle el acceso a los pozos de agua a los shudras, como solían (y posiblemente aún) hacer los brahmanes por no pertenecer a su casta; perseguir y matar a un judío por su religión como hicieron los nazis con los judíos, son tan solo ejemplos que podemos señalar a través de la historia, respecto a lo longevo que es el término que sustenta la intervención que realizamos en ésta ocasión, como significamos al inicio.
La sociedad dominicana, a través del trayecto recorrido desde su fundación hasta el presente, también ha escenificado iguales o parecidos eventos que denotan tajantemente marginación. Citamos como los españoles obligaron a trabajar sin descanso, ni honorarios, saquearon y repartieron los bienes, violaban las mujeres, impusieron una cultura e idioma diferente, entre otras, a los pobladores indígenas de la isla cuya población fue totalmente exterminada, producto del maltrato dado.
En la actualidad, la discriminación, a nuestro entender, se ha constituido como un modus vivendi de los dominicanos, que aprendemos desde pequeños en el hogar puesto que desde muy temprana edad se nos “enseña” con quien debemos juntarnos o no, acorde con ciertos “valores”, sustentados por más bien estereotipos. No existe escenario en el cual el dominicano, de cualquier extracto social, tome parte que no se manifieste.
Esto va desde la distinción que se tiene en las entidades públicas y privadas con las personas ricas, quienes a la hora de solicitar algún servicio no tienen que hacer fila como cualquier otro ciudadano.
En el ámbito laboral, son muchos los empleados que reciben un trato inhumano e indiferente (a veces, hasta para saludarles, pasan desapercibidos,) por parte de sus empleadores y compañeros de trabajo, por su rango salarial o porque son personas que no tienen un título universitario, sin tomar en cuenta que todos en una empresa o institución (y hasta en la vida misma), somos importantes. Así también, los ciudadanos dominicanos han sido víctimas de exclusión por su edad, puesto que incluso estamentos del Estado requieren de un límite de edad, al reclutar personal; en la misma situación los expresidiarios, a quienes les cuesta reinsertarse laboralmente, dado que, en la mayoría de los casos, se nos pide un documento de no antecedentes penales, para optar por una vacante.
Si hacemos referencia de las eventualidades de la cotidianidad en general, podríamos ver que los dominicanos tratamos diferente a los que usan tatuajes, piercings (perforaciones), a los que visten, calzan, se paran, caminan, hablan, tienen preferencia o gustos sexual, entre otras cosas que sean diferentes al criterio que establece lo “normal”. Pero si analizamos un poco, esta conducta se torna selectiva, cuando se trata de un extranjero (en especial los de piel blanca), a quienes consentimos todo lo que mencionamos anteriormente, poniendo, así, de manifiesto el Guacanagarix que llevamos por dentro.
¿Pero qué más podríamos esperar de un ser humano que se denigra y discrimina a sí mismo, como el dominicano? Esto se pone en evidencia cuando el ciudadano de escasos recursos no se siente merecedor de ni siquiera proporcionar su opinión, ni contradecir el punto de vista de un político, empresario o profesional que entienda está por encima suyo a nivel económico e intelectual. De igual forma, el hombre cuando le atrae una mujer, entiende que, por no ser de su clase social, no se la merece; de su parte, muchas féminas nos sentimos menos mujeres que las demás, por no tener parejas e hijos a cierta edad; asimismo, quien logra superarse, en la mayoría de los casos, además de cambiar de estatus, también cambia de vecindario, puesto que entiende que esas personas que hasta le vieron nacer significan un peligro para su nuevo estilo de vida, así también consumen comida, bebidas, música e incluso frecuentan lugares diferentes, entre otras tantas situaciones que producto de la crianza que recibimos, provocan un cúmulo exagerado de baja estima hacia nosotros mismos.
Particularmente, confesamos que en ocasiones crea asombro al ver que estando en pleno siglo XXI, este comportamiento se produzca dentro de las universidades e iglesias donde se supone que se desarrolla el intelecto y fortalece el espíritu de los entes sociales, respectivamente. Independientemente de esto apelamos, como siempre, a que cada uno de nosotros introspectiva y humanamente creemos conciencia y no transcurran tantos años para que llenos de empatía cambiemos esta y tantas otras conductas, las cuales solo entendemos que están mal, cuando nos toca ser la víctima.
como siempre muy profundo y buen análisis Erika Pérez.
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